lunes, 10 de agosto de 2009

Batalla de las Navas de Tolosa (I).






















Después de varios siglos de lenta conquista cristiana, en 1212 la frontera entre moros y cristianos se había situado en la llanura manchega y no era ningún secreto que los reyes de Castilla aspiraban a ocupar las prósperas tierras del Guadalquivir, con sus populosas ciudades.

En Marraquex, la capital del imperio almohade, no eran ajenos al rearme cristiano. El nuevo sultán Al-Nasir, formó un gran ejército y cruzó el Estrecho. Se decía que había jurado llevar a sus tropas hasta Roma y que sus caballos abrevarían en el Tíber.

Al-Nasir llevó a sus tropas hasta la frontera y pasó unos meses sitiando Salvatierra, el primer castillo cristiano de la Mancha. Cuando lo conquistó regresó a Sevilla para preparar la gran expedición que lo llevaría a Roma.

Mientras tanto, los cruzados cristianos se iban concentrando en Toledo. Algunos procedían de más allá de los Pirineos, en su mayoría de Francia, con el arzobispo de Narbona al frente, pero la mayoría eran peninsulares. Pedro II de Aragón aportó tres mil caballeros y más de diez mil peones.

El 20 de junio el ejército cristiano partió de Toledo camino del sur. Cuatro días después las vanguardias avistaron el castillo de Malagón, fortaleza avanzada musulmana. El alcaide que la defendía se rindió sin ofrecer resistencia.

Poco después el ejército cristiano atravesó el río Guadiana, en cuyos vados los moros habían sembrado de abrojos (artefactos metálicos de cuatro puntas para herir los pies de peones y caballos) y se encontraron ante el principal obstáculo que los separaba de Andalucía, la ciudad fortificada de Calatrava la Vieja, elevada en época califal en el estratégico punto donde se cruzaban los caminos de Andalucía a Toledo y los de Extremadura a Levante. Esta ciudad había cambiado de manos varias veces en el último medio siglo. Alfonso VII la había conquistado a los almorávides y se la había confiado a los Templarios, pero éstos se la devolvieron a la Corona en 1158, reconociéndose incapaces de defenderla ante el empuje almohade. Entonces, un grupo de caballeros y de monjes cistercienses del convento de Fitero se establecieron en ella y originaron la orden monástico-militar de Calatrava, que el Papa aprobó en 1164.

Calatrava era un escollo en la marcha hacia el sur. No era prudente dejar a la espalda del ejército cristiano una plaza tan importante y bien abastecida que, además, estaba encomendada al andalusí Abu Qadis, un experto militar de la frontera.

Los cruzados acamparon cerca de Calatrava, la atacaron y lograron tomar dos torres del recinto exterior. Comprendiendo lo inútil de la resistencia, Abu Qadis parlamentó con Alfonso VIII la rendición del castillo, en los términos acostumbrados: garantía de la vida y bienes muebles de los defensores. Este acuerdo indignó a los cruzados extranjeros, lo que, unido al calor excesivo del mes de junio y a las privaciones que sufrían, los movió a retirarse de la expedición. Abu Qadis fue ejecutado por los almohades en castigo por rendir la plaza, lo que contribuyó al malestar de los andalusíes.

Durante unos días, los cruzados descansaron en Calatrava y se repusieron de estrecheces pasadas. Allí se sumó a la expedición el rey Sancho el Fuerte de Navarra con doscientos caballeros. El navarro había decidido deponer temporalmente su rencor y enemistad hacia Alfonso VIII para participar en la Cruzada.

La siguiente etapa fue Alarcos, donde diecisiete años antes los almohades habían vencido a Alfonso VIII. En los días 7, 8 y 9 de julio los cruzados acamparon a la vista de Salvatierra, otro castillo en poder de los moros que, como no constituía una amenaza, dejaron atrás.

El día 13 el ejército cristiano acampó ya en plena Sierra Morena, en la llanada frente al castillo Ferral, abandonado por su guarnición almohade. El ejército de al-Nasir aguardaba al cristiano a pocos kilómetros de allí, no lejos de la moderna población de Santa Elena. De los dos posibles caminos, el más corto, por el desfiladero de la Losa, discurría por una garganta rocosa tan áspera y difícil que "mil hombres podrían defenderla de cuantos pueblan la tierra". Los cruzados escogieron el camino alternativo, por el Puerto del Rey y el Salto del Fraile, siempre por divisorias de aguas (por donde suelen discurrir los caminos de Sierra Morena) y fueron a acampar al cerro plano llamado Mesa del Rey. Una antigua leyenda cuenta que los moros desconocían aquel camino y por eso no lo vigilaban y que San Isidro Labrador se apareció a Alfonso VIII en figura de pastor para mostrárselo.

El ejército cristiano se dividió en tres cuerpos, con los castellanos en el centro; los aragoneses a su izquierda y los navarros a la derecha, reforzados por tropas concejiles castellanas.

Alfonso VIII había dispuesto que las tropas concejiles combatieran mezcladas con los guerreros profesionales de las mesnadas nobiliarias, las tropas reales, y los caballeros de las órdenes militares. De este modo la calidad era más homogénea y la infantería y la caballería se apoyarían mutuamente.

El ejército almohade presentaba también tres cuerpos: en vanguardia un núcleo de tropas ligeras, a continuación los voluntarios reclutados en todo el imperio, incluyendo a los andalusíes. El cuerpo de reserva, en retaguardia, lo formaban los almohades propiamente dichos, que ocupaban la ladera del cerro de los Olivares, en cuya cima al-Nasir había plantado su emblemática tienda roja, en el centro de un palenque o fortificación de campaña constituida por una amplia empalizada de canastos terreros, troncos y cadenas

Los ejércitos almohade y cristiano empleaban tácticas muy distintas. Los cristianos lo fiaban todo a una carga frontal de la caballería, en compacta formación, primero con las lanzas y después con las espadas. Por el contrario, los musulmanes oponían tropas ligeras que se dispersaban ágilmente en todas direcciones, hurtando el blanco a la acometida enemiga, para luego agruparse y, desplazándose rápidamente, envolver al enemigo y golpearlo en sus puntos vulnerables, la retaguardia y los flancos.

El plan de combate de los reyes cristianos en las Navas coincidía con la estrategia desarrollada por los cruzados de Tierra Santa. Después de la batalla de Dorilea, que enfrentó, por vez primera, a cruzados y turcos, en 1097, los cristianos desarrollaron nuevas tácticas para evitar el cerco por las ligeras y ágiles tropas musulmanas. Boemundo, el gran estratega cristiano, ideó proteger los flancos del ejército con obstáculos naturales, conservar la formación cerrada, para evitar el desmoronamiento de las líneas y, sobre todo, mantener un cuerpo de reserva con el que atacar al enemigo cuando intentara cercar al cuerpo principal. En Tierra Santa, la reserva estaba al mando de Boemundo. En las Navas de Tolosa vemos a Alfonso VIII y a los reyes de Aragón y Navarra al frente de ese cuerpo de retaguardia. De la oportuna intervención de esta reserva, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, dependía el resultado de la batalla.

Y comenzó la batalla. La vanguardia cristiana, con don Diego López de Haro al frente, descendió de la Mesa del Rey, organizó las filas en su base y cargó por la nava del Llano de las Américas, un terreno cubierto de monte bajo y salpicado de encinas y alcornoques. Las avanzadas musulmanas se dispersaron, sin dejar un muerto en el campo, y los cristianos prosiguieron su galopada en busca del blanco firme que se ofrecía en los altozanos contiguos, donde estaba apostada una muchedumbre de musulmanes. Allí se produjeron los primeros choques, pero los atacantes atravesaron esta segunda línea sin mayor dificultad y todavía les quedó impulso para arremeter contra el grueso de los almohades, que los recibieron en alto y los contuvieron, atacando ellos mismos pendiente abajo con los acostumbrados gritos de guerra y ruido de tambores.

Don Diego y los suyos se mantuvieron firmes en la confusión, pero las endebles tropas de los concejos comenzaron a ceder terreno. Era evidente que las dos primeras líneas cristianas estaban en difícil situación, asaltadas desde mejores posiciones por los almohades y penetradas y envueltas por la caballería ligera del enemigo. Además, ofrecían un blanco casi inmóvil a los arqueros y honderos de al-Nasir. Alfonso VIII creyó llegado el momento de dirigir la carga decisiva, de cuyo resultado dependía la batalla. Según la crónica, el rey se dirigió al arzobispo de Toledo: "Arzobispo, vos y yo aquí muramos". Y sin más cargaron al frente de la tercera línea. Al propio tiempo, sincronizando su movimiento con el del cuerpo central, entraban en combate las reservas de las alas, al mando de los reyes de Aragón y de Navarra.

La carga de los tres reyes enfiló su objetivo, cruzó el campo de batalla sin perder cohesión y se sumó al tumulto de guerreros que luchaba en torno al palenque del miramamolín. Según los cronistas fue Sancho el Fuerte de Navarra el primero en romper las cadenas y traspasar la empalizada, lo que justifica la incorporación de cadenas al escudo de Navarra.

El degüello dentro de la fortificación del miramamolín debió de ser terrible. El hacinamiento de defensores y atacantes en este punto y la conciencia de estar dilucidando la suerte suprema de la batalla, espolearía el desesperado valor de unos y otros. Los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de los caballeros, no podrían actuar debidamente, cogidos ellos mismos en medio del tumulto. La carnicería en aquella colina fue tal que, después de la batalla, los caballos apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres apilados como cubrían la tierra.

El ejército de al-Nasir se desintegró y buscó su salvación en la huida.

El ejército cristiano descansó en su nuevo campamento dos noches y un día. Después, los cruzados progresaron por tierra musulmana tomando diversos castillos y lugares (Vilches, Baños de la Encina, Navas de Tolosa) en los que degolló a la población y a los fugitivos de la batalla. Los habitantes de Baeza habían huido dejando atrás solamente algunos ancianos e impedidos que se habían acogido en la mezquita mayor. Al día siguiente cercaron Úbeda, ciudad populosa y bien defendida, pero abarrotada de refugiados. Los cristianos dejaron pasar el domingo y el lunes 23 invadieron la ciudad por la brecha resultante del desplome de una torre que expertos mineros habían socavado. Los moros parapetados en el alcázar acordaron rescatar la ciudad por un millón de maravedíes de oro, pero los prelados que velaban por el cumplimiento de la Cruzada hicieron saber que los cánones eclesiásticos prohibían todo trato con infieles. Por lo tanto, Úbeda fue conquistada.

A los pocos días, una epidemia de disentería, causada por la falta de higiene y el calor, a la que cabría añadir el agotamiento de la tropa aconsejaron el regreso a Castilla. Cubiertos de gloria y cargados de botín, los cruzados volvieron a atravesar Sierra Morena. La frontera provisional quedó al sur de la sierra, en el lugar y castillo de Vilches. El cerrojo de la puerta de Andalucía estaba en manos castellanas, lo que facilitaría la conquista del valle del Guadalquivir por Fernando III en la generación siguiente.

Alfonso VIII se mostró magnánimo y cedió varios lugares en litigio no sólo al rey de Navarra, que lo había ayudado, sino incluso al de León, que había aprovechado su ausencia para atacar sus fronteras desguarnecidas.

Al-Nasir nunca se repuso del desastre de las Navas. Abdicó en su hijo y se encerró en su palacio de Marraquex, donde se entregó a los placeres y al vino. Murió, quizá envenenado, a los dos años de la batalla.