miércoles, 8 de julio de 2009

Batalla de Bailén.


El 11 de julio, Castaños llegó a Porcuna con sus tropas y allí se le unieron las que enviaba la Junta de Granada. Por una curiosa coincidencia fue también en Porcuna donde Julio César reunió a sus tropas antes de la batalla de Munda.

El plan de Castaños consistía en cortar la retirada de Dupont, incomunicarlo de su mando central, evitar que recibiera refuerzos y batirlo. Las dos primeras divisiones andaluzas cruzarían el Guadalquivir y ocuparían el camino real al norte de Andujar, hacia Bailén, mientras que un destacamento se apoderaba de los pasos secundarios de Sierra Morena, las cañadas de los pastores que conducen, por el santuario de la Virgen de la Cabeza, al Valle de la Alcudia y a la Mancha. Al propio tiempo, la tercera división andaluza y la reserva amagarían un ataque sobre Andujar para mantener a Dupont ocupado. Si a Castaños le salían las cuentas, atraparía a Dupont en una especie de tenaza y entonces, las divisiones situadas al norte descenderían sobre Andujar y caerían sobre el flanco izquierdo francés, al tiempo que la tercera y la reserva amagaban un nuevo ataque de frente, por el puente romano, con una parte de la fuerza, mientras que la otra atravesaba el río, aguas abajo, y atacaba al francés por su flanco derecho. Mientras esto ocurriera en Andujar, tropas ligeras de voluntarios interceptarían los posibles refuerzos franceses en el camino real, por los pasos de Despeñaperros.

Castaños se puso en movimiento. El trece de julio acampó en Arjona y al día siguiente movió dos divisiones hacia Andujar, mientras que las dos restantes se dirigían a Mengibar e Higuera de Arjona. El día quince, Castaños amaneció en las inmediaciones de Andujar, Coupigni sobre Villanueva de la Reina (de donde expulsó al destacamento francés que la ocupaba) y Reding sobre Mengibar, amenazando a las tropas francesas de Vedel que guardaban los vados del Guadalquivir. Vedel lanzó un ataque contra Mengibar, pero Reding lo rechazó comprometiendo sólo las tropas estrictamente necesarias, de modo que el francés no sospechara que tenía delante una división completa. La astucia de Reding engañó a Vedel que quedó convencido de que se enfrentaba a un enemigo poco numeroso y se desprendió de una parte de sus tropas para reforzar las de Dupont.

Al día siguiente Reding, viendo el camino despejado, atravesó el Guadalquivir con su división y descargó toda su fuerza artillera sobre Vedel. El general Gobert tuvo que acudir a reforzarlo a costa de desguarnecer Bailén. Los valones del bando español rechazaron una carga de la caballería francesa. El general Gobert pereció en la refriega (su tumba está en la iglesia de Guarromán), y Dufour, que lo sustituyó en el mando, tuvo que ceder terreno, pero Reding, quizá desconcertado por su victoria, no se atrevió a avanzar sin el apoyo de la división de Coupigni y prefirió replegarse hacia Mengíbar en lugar de perseguir al enemigo en retirada. Esta indecisión resultó, a la postre, un acierto táctico porque Dufour pensó que el objetivo de los españoles no era Bailén, sino cortar las comunicaciones francesas en los pasos de Despeñaperros. Dufour actuó consecuentemente para adelantarse al enemigo y, a marchas forzadas, sin consultarlo con Dupont, se dirigió hacia el norte dejando Bailén desguarnecido.

Reding, por su parte, no se movió de Mengíbar. Mientras esperaba a Coupigni expuso las corazas francesas conquistadas la víspera, para que sus soldados comprobaran que las balas las traspasaban, para que comprobaran que los coraceros franceses no eran invencibles. Mientras tanto, en Andujar, Dupont intentaba descifrar las intenciones de los españoles después de los amagos de Reding por el flanco de Mengibar. Curándose en salud ordenó a Vedel que se replegara hacia Bailén y se uniera a Dufour, al que suponía acantonado allí, para despejar el camino real y mantener a raya los ataques procedentes de Mengibar. Pero Vedel, cuando llegó a Bailén y supo que Dufour se había replegado hacia Despeñaperros, prosiguió la marcha hacia el norte hasta unirse a él y juntos se estacionaron en La Carolina y Santa Elena.


- El Ejército de Castaños

El general Castaños, jefe militar designado por las Juntas de Granada y Sevilla, había alistado un ejército de unos veinticinco mil hombres, dos mil caballos y sesenta cañones que repartió en cuatro divisiones mandadas respectivamente por el marqués de Coupigni, el mariscal Félix Jones, el teniente general Manuel de la Peña y por Teodoro Reding, que era suizo.

Antes de que el servicio militar se hiciera obligatorio, los soldados eran profesionales pagados y todos los ejércitos de Europa, incluido el napoleónico, alistaban regimientos de extranjeros. En el ejército español había, en 1808, seis regimientos suizos en virtud de un tratado firmado cuatro años antes entre los dos países. También había algunos regimientos de guardias valones que formaban la guardia real.

En Bailén combatieron destacamentos suizos en los dos bandos. Se da la circunstancia de que dos de estos regimientos se llamaban "de Reding", como el general, y tan pertinaz coincidencia de nombres puede resultar confusa. Por el lado español estaba el regimiento de Nazario Reding y en el lado francés el de Carlos Reding que, después de servir a España, se había pasado a los franceses días antes de la batalla, atraído quizá por el prestigio y las mayores oportunidades de promoción que podían encontrar bajo las águilas de Napoleón. No fue el único. Otro regimiento suizo que actuó en Bailén, el de Preux, también se había pasado a los franceses.

Sin embargo, las deserciones de batallones suizos preocuparían menos a Castaños que la inexperiencia de sus voluntarios. La mayor parte de los españoles que acudieron al llamamiento de las Juntas eran bisoños, pero Castaños los entrenó exhaustivamente durante quince horas ocho horas diarias.

- El Ejército de Dupont

Los efectivos franceses se agrupaban en cuatro divisiones (Barbou, Vedel, Rouyer y Gobert), aunque algunas estaban incompletas. En total eran 857 oficiales, 21.021 soldados y 5.019 caballos. Las tropas españolas ascendían a 24.442 hombres.

Las fuerzas parecían compensadas, pero hay que tener en cuenta que los españoles eran bisoños y que los franceses, aunque de origen misceláneo, lo que rebajaba algo su calidad, eran, en su mayoría, veteranos fogueados en los campos de batalla de Europa.

- La batalla.

En Bailén no quedaron tropas francesas. Dupont se percató de que no tenía tropas con las que proteger su retirada. Angustiado comprendió la necesidad de replegarse antes de que los españoles se percataran de su delicada situación. Salió de Andujar de noche, sin esperar a que amaneciera, para ganar unas horas al enemigo y tomó el camino de Bailén, pero no le sirvió de nada porque Reding y Coupigni habían unido sus fuerzas la víspera y aquella misma noche se le adelantaron y le cortaron la retirada. Acamparon en las afueras de Bailén, con la idea de descender hacia Andujar en cuanto amaneciera y atacar a Dupont, según lo planeado por Castaños. Una partida de ajedrez jugada casi a ciegas, sin conocer exactamente los movimientos propios ni los del adversario.

Sobre las tres de la madrugada del martes 19 de julio de 1808 las vanguardias de Dupont que subían hacia Bailén se toparon con las de Reding que se disponían a bajar a Andujar. La sorpresa fue mayúscula por ambas partes. A la luz turbia del amanecer, las avanzadas de los dos ejércitos intercambiaron los primeros disparos. Comenzaba la batalla.

Los franceses se desplegaron en orden de combate ocupando las lomas cubiertas de olivos (Cerrajón, Zumacar Grande y el Zumacar Chico). Delante de ellos se desplegó la línea española por las despejadas lomas de Cañada de Marivieja, Cerro Valentín, la Era de Cerrajal y Cañada de las Monjas, con la retaguardia apoyada en el pueblo.

Reding, instalado con su estado mayor en una era a la salida del pueblo, entre el camino real y el Cerro Valentín, supervisó el despliegue de su infantería en dos líneas, con la artillería en los intervalos y la caballería en la retaguardia, presta a intervenir donde fuera menester.

La embestida francesa no se hizo esperar. Chabert, el general que mandaba la vanguardia de Dupont, menospreciando la potencia del enemigo, lanzó una carga contra las líneas españolas sin aguardar la llegada de Dupont con el grueso del ejército. El ataque fue fácilmente rechazado por la artillería y fusilería de Reding. Chabert, después de perder dos cañones y muchos hombres, se replegó algo desconcertado. Los bisoños españoles cobraron fe en la victoria.

A poco llegó Dupont y se hizo cargo de la delicada situación. Una fuerza importante le cerraba el paso y a su espalda venía Castaños pisándole los talones. Dupont podía mantener sus posiciones en espera de la llegada de su general sobre la retaguardia española, pero si Castaños se adelantaba, él mismo corría peligro de ser tomado mucho antes entre dos fuegos. Le urgía romper la línea española inmediatamente antes de verse atenazado por el enemigo. En aquella tesitura decidió dar la batalla lo antes posible con las tropas disponibles. Ni siquiera esperó la llegada de su propia retaguardia, en la que había situado sus mejores tropas (caballería, artillería y suizos) en previsión de un ataque de Castaños. Dupont incurrió en el mismo error que Chabert una hora antes: menospreciar la potencia del enemigo.

En el segundo ataque francés, a las cinco de la madrugada, intervinieron la brigada Chabert y la caballería de Dupré, los famosos dragones y coraceros franceses. Mientras tanto, la artillería de los dos ejércitos se enzarzaba en un duelo singular en el que nuevamente venció la española. Dupont quizá recordaría amargamente las palabras de Napoleón: "El cañón decide las batallas."

Ya comenzaba a elevarse el sol caldeando el día cuando Dupont lanzó su tercer ataque, con sus tropas considerablemente reforzadas por los regimientos suizos y la retaguardia (excepto la brigada Pannetier que quedaba retrasada por si Castaños los alcanzaba). Esta vez la carga se dirigió contra la izquierda y el centro español, pero fue diezmada por la artillería y hubo de replegarse con grandes pérdidas. El combate en la izquierda de la línea española estuvo más indeciso porque los dragones y coraceros franceses arrollaron sucesivamente a los lanceros españoles, a los refuerzos enviados por Coupigni e incluso a las milicias que intentaban proteger la retirada de los anteriores. La situación de los españoles llegó a ser bastante apurada, pero se resolvió al final cuando los franceses volvieron a ponerse en la enfilada de los cañones y nuevamente recibieron una mortífera lluvia de metralla (Antes de la invención de la ametralladora, el cañón disparando saquitos de balas conseguía un efecto bastante parecido).

La caballería francesa se vio obligada a replegarse. Entonces Dupont se percató de que la victoria no iba a ser fácil. Sus tropas se desmoralizaban y la escasez de agua comenzaba a constituir un problema. Los franceses tuvieron que aceptar el combate en mitad de las calores del mes de julio, quizá con unos cuarenta y cinco grados centígrados de temperatura o alguno más si tenemos en cuenta los rastrojos incendiados por los disparos y el inadecuado atuendo de la milicia, la caballería embutida en sus corazas y cascos metálicos, y la infantería en sus casacas de paño. A ello se sumaba que el peligro y el humo de la pólvora resecan las gargantas y no había más agua en media legua a la redonda que la del pueblo, en manos españolas, y la de la noria de San Lázaro, un fresco pozo situado en tierra de nadie, entre las dos líneas, del que los franceses no pudieron extraer ni una mala cantimplora dado que la artillería y la fusilería españolas batían sus accesos. El que intentaba acercarse era hombre muerto. Esto explica que algunos autores atribuyan a la enloquecedora sed la principal causa de la derrota de los franceses.

Impedir que el enemigo se aprovisionara era parte de la batalla. Los españoles no padecieron sed puesto que, como dice un informe, en Bailén "a porfía se destinaron seglares, eclesiásticos y muchachos, perdida enteramente la aprensión y el miedo, a llevar (...) agua en abundancia, cuanta se necesitó para refrescar los cañones y con que refrigerar la tropa en un día de tan excesivo calor."

Por otra parte, los españoles no tenían tanta necesidad de agua puesto que casi siempre se limitaron a defender sus posiciones dejando a los franceses el trabajo de atravesar el campo para atacarlas. La sed y el peligro de que Castaños llegara con sus tropas decidieron a Dupont a echar toda la carne en el asador antes de que fuera demasiado tarde: convocó a tres batallones de la brigada Pannetier, y dejó a los dos restantes para proteger su retaguardia. Las nuevas tropas, algo cansadas después de la marcha forzada, intervinieron en un par de refriegas que costaron bastantes bajas a las dos partes, sin mayores resultados. A la postre, el frente quedó como estaba. Después, una carga de los coraceros de Privé fue rechazada nuevamente mientras el calor y la sed crecían. "Hay que vencer o morir" comentó Dupont, abatido, a su Estado Mayor. Y un general murmuró: "Lo segundo es probable, lo primero totalmente imposible."

A las diez y media de la mañana algunos franceses intentaron acercarse a las líneas españolas enarbolando bandera blanca. Luego Dupont hablaría de "un gran número de soldados a los que nadie podía sujetar, que corrían hacia las fuentes vecinas para calmar la sed, dejando las líneas desguarnecidas."

Dupont hizo correr el rumor de que las tropas de Vedel estaban a punto de caer sobre la retaguardia española. A las doce y media, con todo el sol en lo alto, los franceses, rotos de cansancio y agobiados por el calor y la sed, realizaron el supremo esfuerzo de atacar nuevamente las líneas españolas. Para estrellarse nuevamente con la metralla artillera y con la fusilería de Reding que había dispuesto sus hombres de manera que oponía siempre tropas de refresco.

En una de las cargas francesas los suizos de Preux y de Carlos Reding se encontraron frente a frente con sus compatriotas del regimiento de Nazario Reding. Al reconocer a sus antiguos camaradas, los oficiales de los dos regimientos ordenaron cese el fuego y se reunieron a deliberar en tierra de nadie, a intentar convencer a los del bando opuesto para que se les unieran. Al final no hubo acuerdo, regresaron a sus respectivas posiciones y reanudaron el combate. Más tarde, cuando estos suizos pasados a Napoleón comprendieron que esta vez los franceses llevaban las de perder se pusieron nuevamente de parte de los españoles.

Después del último revés, los franceses no estaban en condiciones de seguir atacando. Habían dejado en el campo dos mil muertos y el certero fuego de la artillería española les había desmontado catorce de sus dieciocho piezas. La artillería francesa era de calibre ocho; la española contaba con cuatro cañones del doce, lo que explica, en parte, su superioridad. Dupont, temeroso siempre de que en cualquier momento le apareciera Castaños por la espalda, envió a Reding parlamentarios con bandera blanca para solicitar la suspensión de las hostilidades y la capitulación. Reding exigió que la capitulación comprendiera las fuerzas de Vedel y Dufour, aunque no hubieran intervenido en la batalla. Andaban negociándolo cuando, hacia las tres de la tarde, llegaron los españoles de la división de reserva y dispararon unos cañonazos para avisar a Reding de que tomaban posiciones a la retaguardia del enemigo. La trampa que tanto había temido Dupont se cerraba sobre su ejército.

Castaños se había adelantado, pero Vedel tampoco se hizo esperar. Sobre las cinco apareció en la retaguardia de las tropas de Reding y aunque unos oficiales españoles lo informaron de la capitulación de Dupont, él hizo caso omiso y atacó a la retaguardia enemiga. Quizá creyó que se trataba de una argucia del enemigo. El caso es que sus tropas capturaron sin dificultad el Cerro del Ahorcado y apresaron a un regimiento español y a dos piezas de artillería que, respetando disciplinadamente el alto el fuego, ni siquiera intentaron defenderse. En la derecha española fueron menos pacíficos y cuando se vieron atacados devolvieron el fuego a los franceses. Por un momento pareció que iban a reanudarse las hostilidades. En este caso, las tropas de Dupont, atrapadas en una bolsa, agotadas y sin artillería, podían darse por aniquiladas. Dupont, encolerizado, ordenó a Vedel que suspendiera las hostilidades. Aclarado el mal entendido, se reanudaron las conversaciones. No era fácil llegar a un acuerdo honorable. Aquella noche Vedel volvió a hacer de las suyas. Sigilosamente sacó a sus tropas y huyó, camino real arriba, hacia Castilla, pero al día siguiente un correo de Dupont lo alcanzó con la orden terminante de regresar y rendirse, tal como se había acordado.

La capitulación se firmó en una humilde venta junto al arroyo Rumblar. Dicen que Dupont dijo, al entregar su espada a Castaños: "General, os entrego esta espada vencedora en cien combates", a lo que Castaños respondió: "Pues éste de Bailén es el primero que yo gano." Después, los vencidos desfilaron ante los vencedores y entregaron las águilas de bronce que remataban los mástiles de sus banderas (las banderas, como eran de tela, las habían quemado para evitar que cayeran en manos del enemigo). Además devolvieron las tres banderas españolas que Vedel había capturado en su ataque.

Los franceses tuvieron dos mil doscientos muertos y cuatrocientos heridos; los españoles solamente doscientos cuarenta y tres muertos y setecientos treinta y cinco heridos. Se ve que los franceses se expusieron más, con tantas cargas de caballería, mientras que los españoles adoptaron una táctica más defensiva. Además, los franceses estuvieron peor atendidos. Los heridos españoles se evacuaban rápidamente al pueblo.

Dupont entregó quince generales, 469 oficiales, 8.242 soldados, veintitrés cañones, dos mil caballos y doscientos tiros de mulas. Según los términos de la capitulación, los siete generales, 163 oficiales y diez mil soldados de Vedel podrían conservar sus bagajes y enseñas y embarcarían en Rota y Sanlúcar con destino a un puerto francés. Una vez a bordo se les devolverían sus diecisiete cañones y el resto de sus armas.


Repercusiones de la batalla.

La batalla de Bailén tuvo gran repercusión. Los franceses abandonaron Madrid y se replegaron hacia el Norte. La noticia de la derrota de Napoleón corrió como la pólvora por Europa y destruyó el mito de la invencibilidad de los franceses. Napoleón montó en cólera y acudió personalmente a España al frente de un ejército de doscientos cincuenta mil hombres con los que ocupó la península (a excepción de Cádiz, que resistió heroicamente).